INTRODUCCION

 

        Son muy pocos los escritos que quedan de San Antonio María: seis sermones sobre el Decálogo, una adaptación de los mismos para monjas, una alocución a la naciente Orden Barnabita (4 de octubre de 1534) con ocasión de crueles persecuciones, un esbozo de las Constituciones, unas "máximas" auténticas de entre las muchas que se le atribuyen, y 12 cartas, de las numerosas que escribió.

Ninguno de ellos constituye un tratado, ni un cuerpo orgánico de doctrina. Son más bien escritos ocasionales, sin orden fijo (si se exceptúan las Constituciones y la Carta número 3 al abogado Carlos Magni) realizados en sus momentos libres.

 

       De aquí, la razón de ciertas expresiones oscuras, y su despreocupación literaria. Usaba adrede un lenguaje coloquial, pero tan incisivo y denso de doctrina paulina, que era difícil asimilarlo. Podría decirse que con el estilo zaccariano pasó lo mismo que con el de las cartas de su maestro San Pablo: la falta de toda preocupación literaria las hacen más cercanas e interesantes, con una cautivadora energía. La preocupación por la santificación de los destinatarios es su verdadera obsesión. Único modelo: Jesús Crucificado. Se desprende de sus cartas cómo Antonio María redescubrió el valor absoluto de la Cruz en la santificación cristiana y en la perfección religiosa. Acérrimo enemigo de toda mediocridad, era incapaz de imaginar que una entrega a Dios no fuera total:

   "No crean que yo me conforme con una santidad común y corriente. Deseo y quiero -y los dos son bien capaces- que lleguen a ser grandes santos". "Tengan por cierto que no me moriría de dolor si sólo dudara que los dos no solamente harán lo que acabo de indicarles, sino que se esforzarán en hacer cosas que ningún otro Santo jamás ha hecho".    

 

    Habla de sí sólo para lamentar sus defectos, con tal sinceridad y candor infantil que deja al lector admirado, no sabiendo si alabar su sencillez o celebrar su profunda psicología en la dirección de las almas.